Tierra
Viajo al futuro de una noche madrileña de verano y quedo contigo al final del día. Al vernos, un cariño, una necesidad y un abrazo infinito que hace temblar la aguja de la brújula tan fuerte que estalla el cristal.
Nos quedamos al límite del equilibrio de la balanza, sin saber a dónde ir ni para dónde tirar, con tanto tiento como sobresalto.
Sin proyecto ni proyección, en el limbo, sin la fuerza para traspasar el umbral y con el deseo agónico y una impotencia húmeda que se resiste pero que aguarda la muerte.
Siento el tacto de tu mano como aquella noche cuando bailábamos con la energía reconcentrada entre nuestros dedos y atrapo el calor de la raíz que nos une y que me atrae hacia ti, que por momentos se envalentona y toma la decisión de romper contra toda barrera que nos hemos levantado y que hace de esta relación una quimera.
Pero me sacude de nuevo un sudor frío y una pena que profetiza malos augurios y la razón de que mejor será no adentrarnos.
Llegamos a la esquina y tus labios y tu pelo y esa cara tan de mi tierra me trasforman la línea de la mirada y el gesto se me vuelve tierno y de nuevo te adentras en mí, chocando contra las paredes, aleteando sin control y el aire que sacuden tus alas me eleva unos centímetros del suelo, tambaleándose mi equilibrio y sintiendo el vértigo de la abundancia y la claustrofobia del monocultivo.
No entiendo la lástima de mi espíritu si te reconozco y te acojo en mis entrañas, pero en lo más hondo de la tinaja emana el olor a alpechín y mis piernas no responden al estímulo de la huida y el agobio me genera pesadez y asfixia.
Me quedo oliendo tu cuello, apoyada en tu hombro y ahí deseo quedarme, en ese olor a masa aceite caliente esperando que amanezca e inhalando la esperanza de que un rayo de luz entre y espire esta mantilla negra que cubre el bochorno dentro de mi pecho.
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