El maravilloso mundo de Zambombi

Thursday, January 26, 2012

tacones lejanos



Cuando se posa la mirada en tu piel
me pongo mala
cuando me clavas los ojos en mi boca
me pongo mala
cuando me rozas, aunque sea inintencionadamente
me pongo mala
cuando te (me) despiertas con tu look mañanero de flequi alborotado
me pongo mala
incluso cuando el exceso de descanso ha dejado mella en la cara
me pongo mala
cuando haces la chorrada más grande y me provocas la carcajada
me pongo mala
cuando te mojas los dedos
me pongo mala
cuando te acercas al cuello para dejarme siempre con ganas de más
me pongo mala
cuando sellas mis labios con tu saliva
me pongo mala
cuando suena y se intuye, pero no se ve, húmedo
me pongo mala
cuando te contradices y se te ve el plumero y la ilusión
me pongo mala (y tontona)
y cuando me tiras un jarro de agua fría
me quedo muda, pero me sigo poniendo mala.

gafarrós en la cabeza




Así como me avalanzo sobre cualquier revista de decoración para fichar los artículos que albergará mi casa en un futuro, me avalanzo sobre las crisis en invierno, cuesta abajo, sin frenos, sin casco ni rodilleras y me doy un golpe fuerte en el cóxis, de culo, cómo no, y no parece nada, pero si lo descuidas te pisa el nervio ciático y te sumerges en una repentina, aunque sabes que pasajera, mini-depresión.

Aún recuerdo una charla con mi padre, mientras recorríamos la playa de la Victoria desde el hotel hasta muy adentrada Cortadura, como casi todas las tardes de los agostos gaditanos. Surgió el tema de las personas de carácter depresivo, de cómo una persona puede entrar en un bucle cada vez más hondo y terminar ahogándose en sus propias incertidumbres, miedos, infortunios... Me acuerdo claramente de mi posición, rotundamente negativa y desprovista de compasión hacia ese tipo de carácter o condición. No creía que alguien pudiera caer en su propio pozo (si era por motivos de ligera envergadura, claro). No comprendía como alguien podía ceder ante su propia presión hasta el punto de arrinconarse en un muro de lamentación e inactividad. Ya entonces creo que era reacia a empatizar con la causa, porque temía que yo pudiera ser una de esas personas que se envolvían en la fragilidad y no se sublevaban hasta verle de veras las orejas al lobo.

Una vez más, después de aquel verano en los que la juventud y la despreocupación todavía reinaban sobre todas las cosas en mi vida, caigo en un pozo, no oscuro(o al menos, así se divisa desde la distancia que produce escribir sobre uno mismo y el pudor que da levantar demasiadas preocupaciones ajenas, o el levantar sospechas y/o cuchicheos sobre una supuesta débil y ligera personalidad), gris (dejémoslo ahí), aunque a veces se vean en el centro espirales de alquitrán que no la dejan a una de inquietar, sobre todo a horas en las que todo el mundo duerme y tu cabeza gira y gira al compás de dichas formas sin re-conciliarse con su sueño.

Una vez más, la frustración de haber criticado algo que se incrusta tan fuerte detrás de mi frente, dentro del tórax, también a veces en un punto en el que creo que empieza el estómago, hace que los cosquis sean secos e incompasivos, y temo que se arraiguen a una parte de la memoria que no se deseche.

Aún así, sé que son rachas, que luego se saca de donde no hay y se tira, pero qué ahogadiza la sensación cuando se empeña en ser presente.